Publicado en la Revista Acción, N.º 291, febrero 2009 – Centro de Estudios Paraguayos Antonio Guasch (CEPAG).
Se habla mucho de que el cambio es necesario, pero hasta ahora no se debatió (o se discutió muy poco) qué es lo que se quiere cambiar y hacia dónde se quiere cambiar. Sin responder lo anterior, las especulaciones sobre si hay o no, sobre si puede o no, sobre si se va a dar o no el cambio, resultan fatigosamente infructuosas[1].
Abordemos una primera aproximación: ¿quiénes están dispuestos a cambiar? La respuesta es relativamente simple, aquellos que –con el cambio– verán favorecidos sus intereses (sean del tipo que sean). Un campesino cambiaría su rutina productiva (no todo ni completamente), si algún otro rubro agrícola le dará mayores ingresos con menos trabajo. Un terrateniente prescindiría de parte de su gran propiedad, si puede obtener un beneficio económico, político y social superior al que las actuales circunstancias le reportan. En fin, solo cambian las personas y los cuerpos sociales (y cambian solo parcialmente) cuando perciben que el beneficio que les traería hacer el esfuerzo por actuar diferente es superior al beneficio que hoy obtienen actuando como actúan. Se observa entonces que todo cambio, si bien tiene un costo, solo se dará cuando hay una convicción de que determinados intereses se verán favorecidos en la nueva situación. El cambio implica un riesgo, el cálculo de cuánto beneficiará o perjudicará ese riesgo determina la decisión de cambiar.
Otra pregunta oportuna refiere a ¿qué queremos con el cambio?, ¿es posible identificar metas que sean colectivamente compartidas, objetivos sobre los que uno pueda decir: queremos esto, y esto, y aquello? Me atrevo a pensar que es aquí donde se entra en un territorio social plagado de confusiones, producto de esa enorme desarticulación y fragmentación a que fue sometida la sociedad paraguaya, pero sobre todo la “cultura nacional paraguaya”, por una historia política y económica colonial y neocolonial traumática[2]. En suma, el carácter colonial de la actual cultura predominante en el Paraguay hace que –colectivamente, como pueblo, como Estado nacional– no podamos definir con alguna precisión hacia dónde es que queremos cambiar. Sabemos lo que no queremos, pero no sabemos qué queremos. Por esto el júbilo masivo cuando se fue Stroessner (sabíamos que eso no queríamos) y por eso el desastre político de los veinte años posteriores (porque no sabíamos lo que queríamos).
Así planteadas las cosas, el advenimiento de Lugo al gobierno fue considerado como la posibilidad de un cambio en el país. No obstante, sabemos que si bien hay muchos que estarían dispuestos a actuar de manera diferente a como lo vinieron haciendo hasta ahora (principalmente los sectores socialmente subordinados), sin embargo, hay otros que por ningún motivo aceptarían que se modifiquen algunos pilares económicos, políticos y culturales que cimentaron precisamente el poder que hoy detentan. Ellos también piden cambios, pero cambios que a la postre terminarían beneficiándolos aún más.
Al no estar explícito el cambio propuesto (me refiero a un proyecto nacional, o al menos a un programa de gobierno), el concepto de cambio –del cambio pretendido con el triunfo sobre los colorados– se perdió en la más densa de las tinieblas. El resultado es que hoy cada quien, cada actor social, puja para reivindicar sus intereses particulares; corporativos, de grupo, partidarios o gremiales y hay un des-acuerdo alrededor de cambios que reivindiquen intereses nacionales, excepto dos o tres (que sí figuraron en el plan de gobierno), sobre los cuales tampoco hay mucho consenso que digamos y que sirven de ejemplo de la disgregación de esa cultura nacional a la que alude Meliá: renegociación de Itaipú, reforma agraria, combate a la corrupción. ¿Acaso existe acuerdo completo sobre los cambios que deben introducirse en estos tres ámbitos? UNACE y sus adherentes no están de acuerdo en renegociar Itaipú, gran parte del funcionariado público todavía colorado, ni el Poder Judicial, ni el Ministerio Público, ni la Policía, ni cierto lumpenempresariado están de acuerdo con sanear el país, los socios de la Asociación Rural del Paraguay y los sojeros no están para nada de acuerdo con la reforma agraria. O sea, ni siquiera causas que parecerían ser nacionales son, en sentido estricto, nacionalmente acordadas.
En su intento por hacer algo por el país, Lugo parece haber diseñado una estrategia (de cambio) centrada en el logro de acuerdos mínimos sobre la base del diálogo y la negociación. Habiéndose llegado a los niveles de desigualdad (en casi todos los sentidos) a los que se llegó en el país, esa estrategia parecería tener pocas posibilidades de éxito. Desigualdad sobre la que Meliá en el trabajo ya citado diría: “Por el modo como se procesó la nación paraguaya, su cultura es necesariamente colonial… (pero)… Lo que puede llegar a ser trágico y constituirse en amenaza permanente contra el ser nacional es la ideologización unilateral del proceso, silenciando el desequilibrio económico dentro de la nación y el antagonismo de las clases sociales que precisamente el sistema colonial vino a instaurar y que mantiene hasta hoy”. Concluye la idea con una sentencia profética: “Si el Paraguay no entiende su proceso colonial, está en peligro de volver a ser colonizado siempre de nuevo”.
Principalmente, los sectores hegemónicos (las fichas domésticas del colonizador) no permitirán que se procese políticamente un cambio que altere esa relación de dominador/ dominado que tan exitosamente funcionó para ellos por casi un siglo y medio.
Veintidós mil metros cuadrados son los que dispone –en promedio– cada vacuno en el Paraguay para pastar. Es cosa de tener mucha tierra, tirarse en una perezosa y ver engordar el ganado. Este estilo de vida es indudablemente envidiable. Envidiable pero inviable. Si el actual hato ganadero paraguayo (de alrededor de 8 millones de cabezas) creciera a 20 millones y se mantuviera el promedio, las y los paraguayos debiéramos emigrar todos para dejarles espacio a dichos rumiantes y sus felices dueños, ya que el Estado nacional paraguayo dispone de solo 40 millones de hectáreas. Esta inviabilidad empezó a crearse cuando se funda la segunda colonia en el Paraguay allá por 1870. En la tercera oleada recolonizadora (a partir de la década de los años 70), esta vez de mano de las corporaciones multinacionales, se termina de usurpar el territorio campesino e indígena, para que, florecientes, germinen las conocidas semillas oleaginosas, con las que esas multinacionales obtienen pingües ganancias.
Para mantener el promedio de confort del que disfrutaron y hasta hoy disfrutan los sectores económicos hegemónicos (los nuevos y no tan nuevos representantes locales de los colonizadores), hace falta –entre otras cosas– liberar el campo de campesinos e indígenas. Esos molestos defensores de lo que podría haber llegado a ser una cultura nacional, indispensable para no ser (en la terminología del Pentágono) un Estado fallido, para ser un Estado nacional.
El cambio pretendido tendrá que ser definido por alguien, ya que si no sabemos hacia dónde queremos cambiar, seguiremos igual. Y deberá ser definido por quienes estén dispuestos a arriesgar algo.
Momentáneamente, parecen quedar claras no muchas cosas, pero una de ellas es que el cambio no va a venir de los que colonizaron el país, de los que pretenden “desarrollarlo”, “modernizarlo” o, a la postre, “civilizarlo” (¡son tan rudimentarios esos campesinos y esos indígenas!). Va a venir de otros grupos. Esos otros grupos, sin embargo, tampoco tienen claro qué es exactamente lo que quieren, en consecuencia arriesgan poco, muy poco para una apuesta que no se dimensionó adecuadamente. Pero para esos grupos; los subalternos, los excluidos y los que están en proceso de exclusión, sin embargo, las oportunidades son escasas y ahora la tienen. Se pregunta uno si estarán a la altura de las circunstancias. Lugo mostró hasta dónde puede, a partir de ahora se estira (entre los que quieren cambiar aunque sea algo) el carro de la transformación social o quedamos más o menos como estábamos en marzo del 2008.
- Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que de hecho las cosas cambian, aunque ese cambio nos sea imperceptible, Heráclito de Efeso se encargó de ilustrarlo. ↑
- Meliá, Bartomeu (1997) Una nación dos culturas, Asunción, RP Ed/CEPAG. En este trabajo el autor afirma: “Los procesos históricos de colonización no son nuevos en el Paraguay y, sin embargo, se está lejos todavía de una comprensión cultural de este fenómeno. Más aún, se ha desarrollado sistemáticamente en el seno de los dominadores coloniales una cultura de la alianza (una alianza hispano-guaraní que se ha modernizado en alianza para el progreso) que no es más que la supresión pura y simple de uno de los términos de la dualidad cultural. Mientras que económica y socialmente hay una polarización dual entre dominador y dominado, culturalmente se pretende haber llegado a una síntesis estableciendo la armonía de los términos, armonía por acallamiento de las clases dominadas” (71). ↑