Despotismo, poder y pobreza

Las ideas para este artículo están basadas en el trabajo de Gilles de Staal Temibles desafíos para la transición brasileña, Le Monde Diplomatique, Ed. Cono Sur, 54, diciembre 2003. Publicado en Diario La Nación, 20 de mayo de 2004.
Es en la esfera de la relación política entre sociedad y poder donde deben producirse los verdaderos cambios para poder hablar de democratización.

La cultura del monopolio, de la exacción y la cultura de elites, estructuran todos los aspectos de la sociedad paraguaya. Cultura, en este sentido, se refiere a cultura como conciencia y no a la cultura como patrimonio. Desde el poder y desde hace mucho tiempo (probablemente desde después de la Guerra Grande), diferentes actores han usurpado lo que debiera ser colectivo: el bienestar, y las condiciones que hacen falta para lograrlo.

Recuerdo una entrevista que un periodista argentino le hizo al Pdte. Hugo Chávez a los seis meses de haber asumido la presidencia de Venezuela. Le preguntó que por qué no se veían avances en materia de desarrollo económico y social. La respuesta fue clara: “si Ud. quiere tomarse un cafecito y la tacita está rota, Ud. puede ponerle todo el café que quiera y no se lo va a poder tomar. Para que el desarrollo alcance a todos, primero hay que reparar o cambiar la tacita, o sea, reformar el sistema jurídico y el sistema político, si esto no se hace, todo lo que Ud. invierta irá a parar al bolsillo de los poderosos”.

Esta cuestión tan sencilla no la entienden los mandamases del Paraguay. En realidad, no la van a asumir jamás, ya que ellos son los encargados de extraer, acumular, monopolizar y mandar. Son los que rompieron la tacita. De este modo el Estado paraguayo es reflejo e instrumento de esa cultura de elites. Las instituciones estatales están fragmentadas, se consolidaron “autarquías” institucionales que gozan de una notable autonomía: legislativa, ejecutiva, judicial, bancaria, mafiosa, que se organizan corporativamente y que a la vez responden a los intereses de los que tienen el poder.

Las instituciones son así enteramente instrumentadas por los grupos oligárquicos, dueños de la riqueza, que se reparten su monopolio y redistribuyen sus protecciones según su clientela, determinando la geografía política, la geografía del poder del país. En buena medida, el poder político real se limita al de los feudos clientelistas, muchas veces familiares, que reinan sobre regiones, pueblos o monopolios económicos enteros, desviando en su provecho el bien público, vendiendo su apoyo al poder central. Pensemos en los casos de Barreto Sarubbi en un tiempo en Alto Paraná, o en Fanego en Paraguarí, o el de los empresarios transportistas, por poner solo tres casos.

El desvío de fondos públicos, la evasión de capitales ilícitos, la proximidad con el comercio internacional de drogas, el contexto de descomposición y violencia social exacerbada, hicieron de esas elites políticas (pero al mismo tiempo terratenientes, financieras, judiciales), los socios cada vez más naturales para la delincuencia organizada a gran escala.

En estas condiciones, toda apertura del Estado hacia un nuevo modelo económico (ya que de algún modo las elites oligárquicas supieron adaptarse al neoliberalismo) requiere un profundo cambio de las instituciones y de las costumbres del poder político, una democratización de la nación. Por el momento, se asiste todavía a la sujeción de aquellas elites oligárquicas a los mandatos del Consenso de Washington, por otro lado, ya denostados, entre otros, por Duhalde (“anive rehodeterei”), debido a la fuerte influencia de la Embajada norteamericana, ángel tutelar de las transnacionales de ese país. Las elites locales no tienen capacidad ni interés de formular un proyecto propio y adoptan —para poder seguir actuando libremente a nivel local— lo que le viene dado por el FMI.

Sin apoyo a la producción nacional, apelan a la recesiva receta de aplicar más impuestos (ley de readecuación fiscal) para poder pagar una deuda externa cada vez menos pagable. Mientras tanto, las actividades financieras especulativas hacen su agosto y el presidente viaja a Taiwán para que vengan nuevas inversiones que tratarán de ganar lo más posible en el menor tiempo y remesar todas sus utilidades al exterior, o se financian programas de “alivio a la pobreza” con nuevos préstamos que engrosan la deuda externa.

El hecho que el Paraguay sea una de las sociedades con mayor y más desigual concentración de la riqueza, y en particular de la tierra, no es solo el resultado de las políticas neoliberales. Es resultado de históricas prolongadas: se apoya en una concentración de bienes raíces superior a la concentración de ingresos. El neoliberalismo no ha hecho más que llevar esas tendencias profundas a lógicas extremas.

En estas condiciones, el crecimiento de los ingresos de algunos y del consumo de esa misma elite está ligado a la monopolización de las riquezas, lo cual hace que el mercado se desarrolle dentro de una esfera cada vez más reducida y la exclusión crezca. La prosperidad de una ínfima minoría en el país es el principal vector del crecimiento económico general.

La lucha por la tierra es la que más cristaliza la resistencia del aparato estatal, que se erige sistemáticamente en barrera de protección del latifundio y los poderosos sojeros invalidando de hecho leyes de expropiación o decretos de ocupación dados por el gobierno, condenando y encarcelando a dirigentes de la MCNOC o de la FNC u otras organizaciones campesinas, cerrando los ojos al armamento y los crímenes de los capangas de los grandes terratenientes y productores sojeros.

El ejercicio del poder de tales elites en estas condiciones es necesariamente despótico. La pobreza y el atraso que vivimos y que crece son resultado del ejercicio de ese poder despótico disfrazado de democracia representativa.

La cultura del monopolio, de la exacción y la cultura de elites, estructuran todos los aspectos de la sociedad paraguaya. Cultura, en este sentido, se refiere a cultura como conciencia y no a la cultura como patrimonio. Desde el poder y desde hace mucho tiempo (probablemente desde después de la Guerra Grande), diferentes actores han usurpado lo que debiera ser colectivo: el bienestar, y las condiciones que hacen falta para lograrlo.

Recuerdo una entrevista que un periodista argentino le hizo al Pdte. Hugo Chávez a los seis meses de haber asumido la presidencia de Venezuela. Le preguntó que por qué no se veían avances en materia de desarrollo económico y social. La respuesta fue clara: “si Ud. quiere tomarse un cafecito y la tacita está rota, Ud. puede ponerle todo el café que quiera y no se lo va a poder tomar. Para que el desarrollo alcance a todos, primero hay que reparar o cambiar la tacita, o sea, reformar el sistema jurídico y el sistema político, si esto no se hace, todo lo que Ud. invierta irá a parar al bolsillo de los poderosos”.

Esta cuestión tan sencilla no la entienden los mandamases del Paraguay. En realidad, no la van a asumir jamás, ya que ellos son los encargados de extraer, acumular, monopolizar y mandar. Son los que rompieron la tacita. De este modo el Estado paraguayo es reflejo e instrumento de esa cultura de elites. Las instituciones estatales están fragmentadas, se consolidaron “autarquías” institucionales que gozan de una notable autonomía: legislativa, ejecutiva, judicial, bancaria, mafiosa, que se organizan corporativamente y que a la vez responden a los intereses de los que tienen el poder.

Las instituciones son así enteramente instrumentadas por los grupos oligárquicos, dueños de la riqueza, que se reparten su monopolio y redistribuyen sus protecciones según su clientela, determinando la geografía política, la geografía del poder del país. En buena medida, el poder político real se limita al de los feudos clientelistas, muchas veces familiares, que reinan sobre regiones, pueblos o monopolios económicos enteros, desviando en su provecho el bien público, vendiendo su apoyo al poder central. Pensemos en los casos de Barreto Sarubbi en un tiempo en Alto Paraná, o en Fanego en Paraguarí, o el de los empresarios transportistas, por poner solo tres casos.

El desvío de fondos públicos, la evasión de capitales ilícitos, la proximidad con el comercio internacional de drogas, el contexto de descomposición y violencia social exacerbada, hicieron de esas elites políticas (pero al mismo tiempo terratenientes, financieras, judiciales), los socios cada vez más naturales para la delincuencia organizada a gran escala.

En estas condiciones, toda apertura del Estado hacia un nuevo modelo económico (ya que de algún modo las elites oligárquicas supieron adaptarse al neoliberalismo) requiere un profundo cambio de las instituciones y de las costumbres del poder político, una democratización de la nación. Por el momento, se asiste todavía a la sujeción de aquellas elites oligárquicas a los mandatos del Consenso de Washington, por otro lado, ya denostados, entre otros, por Duhalde (“anive rehodeterei”), debido a la fuerte influencia de la Embajada norteamericana, ángel tutelar de las transnacionales de ese país. Las elites locales no tienen capacidad ni interés de formular un proyecto propio y adoptan —para poder seguir actuando libremente a nivel local— lo que le viene dado por el FMI.

Sin apoyo a la producción nacional, apelan a la recesiva receta de aplicar más impuestos (ley de readecuación fiscal) para poder pagar una deuda externa cada vez menos pagable. Mientras tanto, las actividades financieras especulativas hacen su agosto y el presidente viaja a Taiwán para que vengan nuevas inversiones que tratarán de ganar lo más posible en el menor tiempo y remesar todas sus utilidades al exterior, o se financian programas de “alivio a la pobreza” con nuevos préstamos que engrosan la deuda externa.

El hecho que el Paraguay sea una de las sociedades con mayor y más desigual concentración de la riqueza, y en particular de la tierra, no es solo el resultado de las políticas neoliberales. Es resultado de históricas prolongadas: se apoya en una concentración de bienes raíces superior a la concentración de ingresos. El neoliberalismo no ha hecho más que llevar esas tendencias profundas a lógicas extremas.

En estas condiciones, el crecimiento de los ingresos de algunos y del consumo de esa misma elite está ligado a la monopolización de las riquezas, lo cual hace que el mercado se desarrolle dentro de una esfera cada vez más reducida y la exclusión crezca. La prosperidad de una ínfima minoría en el país es el principal vector del crecimiento económico general.

La lucha por la tierra es la que más cristaliza la resistencia del aparato estatal, que se erige sistemáticamente en barrera de protección del latifundio y los poderosos sojeros invalidando de hecho leyes de expropiación o decretos de ocupación dados por el gobierno, condenando y encarcelando a dirigentes de la MCNOC o de la FNC u otras organizaciones campesinas, cerrando los ojos al armamento y los crímenes de los capangas de los grandes terratenientes y productores sojeros.

El ejercicio del poder de tales elites en estas condiciones es necesariamente despótico. La pobreza y el atraso que vivimos y que crece son resultado del ejercicio de ese poder despótico disfrazado de democracia representativa.