Diario La Nación, 14 de julio de 2004.
Se trata de una cuestión semántica, ¿debemos decir “acceso a la tierra” o “derecho a la tierra”? Lo primero nos remite a la lógica del mercado, lo segundo a la lógica de las aspiraciones profundas de las personas, las familias y los ciudadanos que viven del trabajo en el campo.
Se realiza hoy en la Plaza Italia un acto de la FNC para reclamar la puesta en marcha de la reforma agraria, la implementación de políticas efectivas de desarrollo y la defensa de la soberanía nacional que está siendo arrasada, entre otras cosas, por la expansión del área de siembra de la soja transgénica. Por su parte, la MCNOC anunció que desde la fecha se intensificarán las movilizaciones para la ocupación de tierras ociosas, que habían sido prometidas por el gobierno hace ya más de cuatro meses. Estas acciones se hacen luego de infructuosas negociaciones y peticiones de las organizaciones al IBR, que se muestra incapaz de satisfacer la demanda de más de 250 000 familias de campesinos sin tierra.
Las acciones realizadas por los campesinos y sus organizaciones, sin embargo, son inmediatamente demonizadas por cierta prensa conservadora, por el gobierno y por supuesto, por los socios de la ARP y algunos sojeros. Ven a las organizaciones campesinas como hordas de invasores, delincuentes y violadores de toda legislación. En otras palabras, no se admite que los campesinos tengan derechos, sobre todo uno tan fundamental como cultivar la tierra y dar de comer a su familia con el trabajo honesto.
Esto es preocupante porque tiene que ver directamente con la gobernabilidad del país. Se repite hasta el cansancio que no puede haber democracia con hambre y de hecho es así, no hay democracia. Esto es, hay democracia para decir cosas y reunirse, pero no para que se atiendan los justos reclamos de los pobres. Estos deben pasar hambre, andar enfermos y desocupados, sin chistar, sin reclamar nada. Esta es la visión autoritaria y vertical de los poderosos de nuestro país.
Mientras tanto, el gobierno hace planes. Según el compromiso existente, una vez que se dé cristiana sepultura al IBR y alumbre el INDERT (Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de Tierras), fenómenos institucionales que aún no tienen fecha, el presupuesto del ente encargado de las tierras en el Paraguay pasará de los actuales U$ 3 millones, a aproximadamente U$ 35 millones (se financiaría básicamente con las regalías de Itaipú y el nuevo impuesto a la tierra). Pero asumiría la responsabilidad de proveer de infraestructura a las comunidades rurales más pobres, esto es: agua potable, electricidad, caminos rurales, escuelas, etc.
El gobierno parecería (este es un tiempo de la gramática castellana que denota incertidumbre y ambigüedad) estar consciente de que hay dos alternativas para vincular el desarrollo rural con la reducción de la pobreza, que es a la postre lo que todos queremos: aumentar la productividad de las fincas campesinas y mejorar la comercialización de la producción. Al menos, estas son las dos salidas que ven los técnicos nacionales y de la FAO.
Si bien puede haber acuerdo hasta acá (aunque no se consultó a los campesinos), las soluciones enunciadas en el papel empiezan a tener dificultades al momento de implementarlas, sobre todo cuando se entra en consideración acerca del papel que van a jugar: la tierra, el crédito agrícola y el trabajo. Unos proponen que los campesinos para mejorar la productividad deben insertarse en el proceso de comercialización, pero primero deben tener tierra, lo cual es bastante obvio. Pero bueno, al menos perciben que la tierra es importante. Otros proponen que lo mejor que pueden hacer los pobres rurales (en alianza con los grandes productores) es integrarse verticalmente a las agroindustrias y agroexportadores o distribuidores de productos alimentarios urbanos (¡?).
En ambos casos el acceso a la tierra es clave, así como disponer de crédito y propiciar un mercado de trabajo rural, ya sea para actividades agrícolas o no, pero que generen un ingreso adicional a las familias campesinas, además del ingreso por actividades agrícolas.
El gobierno, con apoyo técnico externo, piensa resolver estas alternativas con modelos econométricos relativamente sofisticados para nuestro medio, lo cual no está mal, ya que estos modelos ayudan a observar el comportamiento de mercados, como el de tierra y otros. Lo que uno objeta es la forma en que se piensa encarar el problema.
Es obvio que U$ 35 millones al año para el INDERT es casi nada ante la gravedad del problema campesino y la gravedad de la pobreza. Se pregunta uno: ¿por qué, ante problemas tan serios como estos no se consulta a los campesinos y sus organizaciones? Ellos, más que nadie saben dónde les aprieta el zapato; ellos son personas mucho más criteriosas y democráticas que los latifundistas; ellos, asumiendo un proyecto así, harían que los costos se redujeran notablemente, ya que asumirían parte de la paternidad de la iniciativa.
Pero no, se los ignora. Se pregunta uno si es que también los técnicos campesinistas que participan de esta iniciativa están imbuidos de esa orientación “de arriba hacia abajo” que caracterizó a las políticas sectoriales paraguayas desde Stroessner.
La tierra no es solo un bien transable en el mercado, como ciertos técnicos lo pretenden, la tierra es también cultura, identidad y sociedad. Cuando un campesino pide tierra lo que está pidiendo es no perder su cultura. ¿Debemos dejar que tooooodo, todo, esté regulado por el mercado?
¿O el sentido común debe supeditarse también al pensamiento único de los neoliberales?