Revista ACCIÓN N.º 259 – noviembre, 2005.
Las cosas pasan de moda. Ropas, comidas, estilos corporales, ritmos, hacen su aparición, duran un tiempo y al rato ya pocos se acuerdan de ellos. Son en cierta medida descartables. Una pajita para beber, una cucharita de plástico, uno las usa y las tira. La diferencia es que las modas duran un poco más, pero siguen siendo descartables.
Aunque a uno lo perturbe un poco, parece que hay cosas que uno las creía más o menos sólidas, pero que en realidad —como aquella célebre frase atribuida a Carlos Marx— se terminan derritiendo en el aire. Una de ellas es la idea de nación. Sería algo así como la moda, pero con una duración un poco mayor. Durante un tiempo está de moda ser “nacional”, pero por lo visto hasta conceptos como este terminan siendo descartables. Poco a poco empieza a entrar de moda ser “global” o sea, globalizado, o a ser “interdependiente”.
La cosa no sería grave si lo que se diluye es solo la idea, o la palabra, lo que algunos intelectuales bien pensantes dicen en ciertos libros, diarios, radios o teles. El problema se plantea cuando aquello a lo cual hace referencia la idea de nación, en realidad, se está disolviendo. Tal parecería ser el caso paraguayo. Las grandes corporaciones financieras, las multinacionales agroexportadoras y proveedoras de insumos agrícolas, las transnacionales petroleras, las poseedoras de patentes biotecnológicas, las corporaciones farmacéuticas, en fin, todas esas estrellas que forman la constelación de los “osos mayores”, tienen hoy la capacidad económica y el suficiente poder político para que ciertos estados nacionales agachen la cabeza y hagan la genuflexión ante sus intereses.
Para los responsables políticos formales[1] del país, sin embargo, el supeditarse a los mandamientos de las transnacionales no es percibido como una genuflexión, en el discurso público ellos hablan de “modernización”, “flexibilización”, “liberalización” y términos afines del léxico neoliberal. En la práctica privada, ellos reciben comisiones, coimas, “reconocimientos pecuniarios” que —al engrosar sus cuentas corrientes— los vuelven a la vez defensores de la modernidad, traidores a su pueblo y desintegradores de la nación. Del Estado nacional. No obstante, ellos son pre-modernos, de origen popular, y reivindican discursivamente la “paraguayidad”.
Quizás la más reciente y violenta expresión de esta entrega de lo nacional a los patrones de las multinacionales sea lo que está ocurriendo con la soja. La expansión del área de siembra de este cultivo, cuya casi totalidad está genéticamente modificado, produce varios atentados contra un patrimonio que lo creíamos nuestro. El más evidente es el traspaso de enormes extensiones territoriales a productores individuales extranjeros o grupos corporativos multinacionales. Estratégicamente ubicados en áreas de frontera y en tierras extraordinariamente ricas en biodiversidad, estos vastos territorios se rigen hoy por normas dictadas por sus patrones, el Estado nacional paraguayo en ellos ya no existe. Son tierras “liberadas” por los empresarios privados.
Otra agresión a la autodeterminación, que es lo que define a un estado nacional, es la supeditación económica, que encierra no pocos absurdos. El Paraguay necesita exportar, nos dicen, la soja produce buenas divisas, luego hay que expandir su cultivo. Lo que no se dice es que para exportarla es necesario importar del exterior una gran cantidad de insumos mucho más caros que lo que exportamos; los tractores, las corte y trilla, las máquinas fumigadoras, las semillas, los fertilizantes químicos, los agrotóxicos, el combustible utilizado por las máquinas, incluso la mano de obra (mucha de ella es traída desde el Brasil). Todo lo que se paga por estos insumos sale al extranjero, incluso las ganan- cias de la mayoría de los sojeros que es depositada en entidades financieras extranjeras. Tanto es así que la soja exportada casi no es paraguaya, lo que es nacional es la fertilidad del suelo, que es exportada como cualquier commodity, suelo que luego queda degradado. En este caso, el Estado nacional también es expoliado. Se depende cada vez más de otros para poder sobrevivir.
No menos importante es lo que se pierde en autonomía alimentaria. La frontera de la soja avanza en buena medida sobre tierras que estaban ocupadas por campesinos. Estos, al ser expulsados, ya no cultivan, ya no producen sus propios alimentos e incluso producen menos alimentos para el mercado local, nacional. Con lo cual la demanda alimentaria pasa a depender de las importaciones (o del contrabando, en nuestro caso). La familia campesina, estando en los tugurios urbanos, ya no tiene seguridad de que hoy va a comer, el país pierde soberanía alimentaria. Por lo demás, todos empezamos a comer cosas de escaso valor nutritivo (fideos, panchos, hamburguesas, etc.). Menos comida, peor comida, y comida cada vez más, traída del exterior. Un pueblo sin su comida es un pueblo degradado.
Pero quizás la disolución más importante de lo nacional, de lo que define al país, es la destrucción de la identidad cultural, de “lo paraguayo”. Este proceso opera por vía de la destrucción física, moral y económica de los sectores mayoritarios de la población. Vendiendo o arrendando sus tierras a compradores extranjeros, el campesino debe abandonar el campo, dejándoselo al modelo productivo de una agricultura sin agricultores. Son miles las familias que durante estos últimos cinco años —año a año— se han sumado al éxodo rural-urbano por razón de la soja. Verdaderos condenados en su propia tierra, estos desplazados económicos engrosan la legión de población “sobrante”, excedente, excluida. Es población que ha sido descartada por el modelo.
Al ser absorbido por el “estilo de vida” urbano, por la violencia, por la competencia individualista, por la comida chatarra, por la música chatarra, por el cambio de idioma, por el desarraigo, la cultura de ese pueblo migrante, de ese pueblo que ha debido refugiarse económicamente en cualquier parte, la cultura de ellos se pierde. Es la cultura propiamente paraguaya la que se macdonaliza y se cocacoliza. Va gradualmente dejando de existir. Y una nación sin cultura no es una nación.
Todo esto está siendo propiciado por esta nueva generación de stronistas que sucedieron a Stroessner. Personas intelectualmente vacuas, éticamente extraviadas y sobre todo antipatriotas. Patrioteras quizás, pero que arrojaron a la nación paraguaya al tacho de basura de la política contemporánea.
Han convertido al concepto de nación y a la nación misma en una cucharita de plástico descartable
- CEPAGEs importante hacer la diferencia entre los que tienen el poder formal (el gobierno, las instituciones de fachada de estas democracias representativas) y los que tienen el poder real. Aquellos son simples títeres de estos, que están normalmente ocultos y solo muestran las uñas cuando sus intereses se ven —aunque tan solo sean levemente— amenazados. ↑
El Estado nacional paraguayo, ¿un anacronismo?
Revista ACCIÓN N.º 259 – noviembre, 2005.
Las cosas pasan de moda. Ropas, comidas, estilos corporales, ritmos, hacen su aparición, duran un tiempo y al rato ya pocos se acuerdan de ellos. Son en cierta medida descartables. Una pajita para beber, una cucharita de plástico, uno las usa y las tira. La diferencia es que las modas duran un poco más, pero siguen siendo descartables.
Aunque a uno lo perturbe un poco, parece que hay cosas que uno las creía más o menos sólidas, pero que en realidad —como aquella célebre frase atribuida a Carlos Marx— se terminan derritiendo en el aire. Una de ellas es la idea de nación. Sería algo así como la moda, pero con una duración un poco mayor. Durante un tiempo está de moda ser “nacional”, pero por lo visto hasta conceptos como este terminan siendo descartables. Poco a poco empieza a entrar de moda ser “global” o sea, globalizado, o a ser “interdependiente”.
La cosa no sería grave si lo que se diluye es solo la idea, o la palabra, lo que algunos intelectuales bien pensantes dicen en ciertos libros, diarios, radios o teles. El problema se plantea cuando aquello a lo cual hace referencia la idea de nación, en realidad, se está disolviendo. Tal parecería ser el caso paraguayo. Las grandes corporaciones financieras, las multinacionales agroexportadoras y proveedoras de insumos agrícolas, las transnacionales petroleras, las poseedoras de patentes biotecnológicas, las corporaciones farmacéuticas, en fin, todas esas estrellas que forman la constelación de los “osos mayores”, tienen hoy la capacidad económica y el suficiente poder político para que ciertos estados nacionales agachen la cabeza y hagan la genuflexión ante sus intereses.
Para los responsables políticos formales[1] del país, sin embargo, el supeditarse a los mandamientos de las transnacionales no es percibido como una genuflexión, en el discurso público ellos hablan de “modernización”, “flexibilización”, “liberalización” y términos afines del léxico neoliberal. En la práctica privada, ellos reciben comisiones, coimas, “reconocimientos pecuniarios” que —al engrosar sus cuentas corrientes— los vuelven a la vez defensores de la modernidad, traidores a su pueblo y desintegradores de la nación. Del Estado nacional. No obstante, ellos son pre-modernos, de origen popular, y reivindican discursivamente la “paraguayidad”.
Quizás la más reciente y violenta expresión de esta entrega de lo nacional a los patrones de las multinacionales sea lo que está ocurriendo con la soja. La expansión del área de siembra de este cultivo, cuya casi totalidad está genéticamente modificado, produce varios atentados contra un patrimonio que lo creíamos nuestro. El más evidente es el traspaso de enormes extensiones territoriales a productores individuales extranjeros o grupos corporativos multinacionales. Estratégicamente ubicados en áreas de frontera y en tierras extraordinariamente ricas en biodiversidad, estos vastos territorios se rigen hoy por normas dictadas por sus patrones, el Estado nacional paraguayo en ellos ya no existe. Son tierras “liberadas” por los empresarios privados.
Otra agresión a la autodeterminación, que es lo que define a un estado nacional, es la supeditación económica, que encierra no pocos absurdos. El Paraguay necesita exportar, nos dicen, la soja produce buenas divisas, luego hay que expandir su cultivo. Lo que no se dice es que para exportarla es necesario importar del exterior una gran cantidad de insumos mucho más caros que lo que exportamos; los tractores, las corte y trilla, las máquinas fumigadoras, las semillas, los fertilizantes químicos, los agrotóxicos, el combustible utilizado por las máquinas, incluso la mano de obra (mucha de ella es traída desde el Brasil). Todo lo que se paga por estos insumos sale al extranjero, incluso las ganan- cias de la mayoría de los sojeros que es depositada en entidades financieras extranjeras. Tanto es así que la soja exportada casi no es paraguaya, lo que es nacional es la fertilidad del suelo, que es exportada como cualquier commodity, suelo que luego queda degradado. En este caso, el Estado nacional también es expoliado. Se depende cada vez más de otros para poder sobrevivir.
No menos importante es lo que se pierde en autonomía alimentaria. La frontera de la soja avanza en buena medida sobre tierras que estaban ocupadas por campesinos. Estos, al ser expulsados, ya no cultivan, ya no producen sus propios alimentos e incluso producen menos alimentos para el mercado local, nacional. Con lo cual la demanda alimentaria pasa a depender de las importaciones (o del contrabando, en nuestro caso). La familia campesina, estando en los tugurios urbanos, ya no tiene seguridad de que hoy va a comer, el país pierde soberanía alimentaria. Por lo demás, todos empezamos a comer cosas de escaso valor nutritivo (fideos, panchos, hamburguesas, etc.). Menos comida, peor comida, y comida cada vez más, traída del exterior. Un pueblo sin su comida es un pueblo degradado.
Pero quizás la disolución más importante de lo nacional, de lo que define al país, es la destrucción de la identidad cultural, de “lo paraguayo”. Este proceso opera por vía de la destrucción física, moral y económica de los sectores mayoritarios de la población. Vendiendo o arrendando sus tierras a compradores extranjeros, el campesino debe abandonar el campo, dejándoselo al modelo productivo de una agricultura sin agricultores. Son miles las familias que durante estos últimos cinco años —año a año— se han sumado al éxodo rural-urbano por razón de la soja. Verdaderos condenados en su propia tierra, estos desplazados económicos engrosan la legión de población “sobrante”, excedente, excluida. Es población que ha sido descartada por el modelo.
Al ser absorbido por el “estilo de vida” urbano, por la violencia, por la competencia individualista, por la comida chatarra, por la música chatarra, por el cambio de idioma, por el desarraigo, la cultura de ese pueblo migrante, de ese pueblo que ha debido refugiarse económicamente en cualquier parte, la cultura de ellos se pierde. Es la cultura propiamente paraguaya la que se macdonaliza y se cocacoliza. Va gradualmente dejando de existir. Y una nación sin cultura no es una nación.
Todo esto está siendo propiciado por esta nueva generación de stronistas que sucedieron a Stroessner. Personas intelectualmente vacuas, éticamente extraviadas y sobre todo antipatriotas. Patrioteras quizás, pero que arrojaron a la nación paraguaya al tacho de basura de la política contemporánea.
Han convertido al concepto de nación y a la nación misma en una cucharita de plástico descartable
- CEPAGEs importante hacer la diferencia entre los que tienen el poder formal (el gobierno, las instituciones de fachada de estas democracias representativas) y los que tienen el poder real. Aquellos son simples títeres de estos, que están normalmente ocultos y solo muestran las uñas cuando sus intereses se ven —aunque tan solo sean levemente— amenazados. ↑