Setiembre – sin fuente.
Desde que fue electo presidente el 20 de abril pasado, hasta recientemente luego de su asunción, Fernando Lugo no ha perdido oportunidades para asegurar que la reforma agraria será realizada durante su mandato quinquenal.
No son pocas las dudas que surgen alrededor de esta promesa, dudas que la ciudadanía tiene debido —entre otras cosas— a la altísima concentración de la tierra en el Paraguay (0,91 del índice de Gini, según datos de la FAO), y de los intereses históricamente enraizados de la oligarquía ganadera (concentra aproximadamente 10 de los 15 millones de hectáreas de la región Oriental del país), a los que se han sumado más recientemente los de los grandes productores sojeros y empresas dedicadas a este monocultivo. La consecuencia del avance de la soja en el último decenio ha producido una suba drástica del precio de las tierras agrícolas, lo cual vuelve literalmente impracticable la habilitación de tierras para eventuales beneficiarios de un programa de reforma agraria, sobre la base del tradicional mecanismo de la expropiación.
Por otro lado, también arrojan dudas los recientes nombramientos de autoridades en las instituciones sectoriales, principalmente en el Ministerio de Agricultura y sus múltiples reparticiones, las cuales hacen suponer, que no habrá —al menos a corto plazo— cambios sustantivos en la política que se ha venido aplicando desde hace medio siglo hacia la agricultura campesina: la provisión de infraestructura social y productiva a los asentamientos campesinos seguirá siendo deficitaria, la intervención estatal en los circuitos de comercialización a los efectos de recortar los beneficios excesivos de la intermediación ni siquiera aparece en la agenda del discurso, y la provisión de servicios técnicos y financieros apunta, como lo ha venido haciendo, prioritariamente hacia los rubros de exportación, de los cuales están virtualmente ausentes los pequeños productores.
Finalmente, también se vuelve difícil imaginar un proceso de reforma agraria seriamente realizado si se toma en cuenta la notable incapacidad técnica y pesadez administrativa de funcionarios y organismos encargados de atender las múltiples exigencias de este tipo que —además— supone reformar relaciones de clientelismo y verticalismo largamente solidificadas en la relación Estado-campesinado. La manifiesta tendencia a criminalizar[1] (judicializar) las demandas campesinas por parte del ministerio público, el Poder Judicial y los aparatos de “seguridad” no cambiarán tampoco de un día para el otro, con lo que puede presumirse que el descontento y la represión (tal como ya reiteradamente lo ha manifestado el ministro del Interior) continuarán siendo la práctica cotidiana para resolver los problemas de hambre, falta de tierra y desposesión que afecta a no menos de la mitad del campesinado (definido censalmente como aquel productor agrícola con menos de 20 hectáreas).
La administración Lugo parecería intentar resolver las inequívocas desigualdades de la sociedad paraguaya con una estrategia que pretende conciliar los designios de dios y del diablo. Estrategia que se anticipa como un fracaso, al menos desde el punto de vista de los sectores sociales más vulnerables. Su gabinete se conforma de defensores a ultranza del neoliberalismo en las carteras ministeriales “duras”, en las que se define la orientación económica del proceso y de luchadores de larga trayectoria en el campo popular en las carteras que tienen que ver con los problemas sociales. Es como si lo que Lugo vislumbra es el mantenimiento del modelo, con una fachada más eficiente para administrar la pobreza. Naturalmente, esta estrategia tiene mucho menos que ver con el cambio paulatino de las condiciones estructurales que condujeron al despojo campesino, y se emparenta ineludiblemente con la “onda rosada” de algunos gobiernos del cono sur que, surgidos con una propuesta popular, terminan alineándose a los intereses multinacionales que rigen–de facto— las decisiones determinantes.
La reforma agraria, tal como la perciben los campesinos, aparece cada día más como una tarea distante… y que se aleja. En el Paraguay, agrario de hoy, la presencia de la soja se ha convertido en el más formidable mecanismo de descampesinización de una sociedad que mantenía (hasta el censo de 2002) 43 % de su población en el campo, sociedad “atrasada” desde el punto de vista de la modernidad neoliberal, pero hasta hace poco tiempo alimentariamente soberana y autosubsistente. Con la soja transgénica (desde el ciclo agrícola 99/2000), entre 16 y 18 000 familias campesinas (de un total aproximado de 280 000) abandonan sus chacras para ir a sobrevivir de mala manera en las orillas de ciudades violentas, inhóspitas y con mercados laborales saturados. Una cantidad similar de familias campesinas jóvenes se encuentran sin tierra y con deseos de permanecer en el campo.
En este escenario, la reforma agraria no es (no debiera ser) solo una reivindicación campesina, es, por lejos, una de las pocas alternativas ciertas de devolver cohesión social a una sociedad fracturada; genera empleos, produce alimentos, arraiga a las familias, descomprime ciudades-tugurios, y redistribuye recursos de producción. Su costo no es mayor que cualquiera de los mega proyectos que sí están en agenda. No sabemos hasta qué punto Lugo es consciente de esto, pero sí sabemos que los designios de las corporaciones multinacionales y de la oligarquía ganadera preferirían ver un campo sin campesinos, un agro como territorio de los negocios.
- La lógica de la criminalización se vino intensificando desde el año 2004, cuando luego de acciones orientadas a la ocupación de tierras y contra las consecuencias del modelo sojero, se producen una serie de movilizaciones, a partir de las cuales son apresados cerca de tres mil militantes campesinos, dos mil de los cuales son imputados y sus casos judicializados. (Palau, Marielle 2008. Movimiento campesino: Resistencia a los agronegocios y la criminalización de sus luchas. Asunción, BASE Investigaciones Sociales). ↑