Compartir:

La tierra, de bien natural a objeto de acumulación

Revista ACCIÓN N.º 248 – octubre, 2004. CEPAG.
Durante el siglo 19 y parte del siglo anterior se completó el exterminio indígena y la expulsión de sus tierras en el cono sur.
En el siglo 21 el gran capital busca el exterminio campesino y el completo desalojo de los mismos de sus tierras, probablemente asistiremos también a la desaparición de toda forma de agricultura familiar en pocas décadas. La tierra será para las transnacionales.

Si uno examina la historia, encontrará que pareciera haber ciertas etapas —del despojo que se cumplen como si fuera una ley. La ley del más fuerte. Durante el siglo antepasado se trató de la “conquista del desierto” en la pampa, y posteriormente en el Chaco argentino, la ocupación del hinterland en Uruguay, la ocupación europea del sur brasileño, la expansión de la ganadería y la agricultura en el Paraguay; los exportadores de la época, vinculados a los poderes imperiales de entonces, desataron entre 1840 y 1950 aproximadamente, una salvaje represión militar contra los indígenas a quienes se les despojó de sus tierras ancestrales, se “redujo” a los pacíficos y se aniquiló a los que pretendían ser libres.

Esta es parte de la historia trágica de nuestros países, una historia de ignominias que empieza en 1492 y que mal que bien se extendió por mucho tiempo. Bien harían los alumnos de historia de nuestras escuelas en leer el libreto llamado “Breve relato sobre la destrucción de las Indias”, del padre Bartolomé de las Casas, escrito allá por 1540, para tener una cabal idea de los inicios de ese genocidio, explicable solo por la codicia de los grupos económicos dominantes.

Aquella ocupación por parte del capital de las tierras indígenas, respondía al modelo primario exportador prevaleciente en la época, ocupar tierra para exportar a Europa granos, carne, lana y otras materias primas de la región. Ese modelo se interrumpe brevemente por unos 30 años— en lo que dio en llamarse la etapa de “sustitución de importaciones”, durante la cual estos países (excluyendo Paraguay, que nunca llegó a sustituir ninguna compra del exterior) tuvieron un pujante proceso de industrialización que promovió la urbanización. En los años setenta, la sucesión de golpes militares en la subregión inspirados por la CIA y las embajadas norteamericanas, dan fin a ese efímero sueño de independencia económica que fue característico de esos años, durante los cuales muchos países de la región lograron conformar una clase obrera relativamente bien remunerada y cubierta por sistemas de seguridad social más o menos completos.

Desde mediados de los años setenta se inicia, sin embargo, un nuevo período que dio en llamarse de reprimarización de las economías y las exportaciones. El capitalismo mundial, capitaneado ya por las transnacionales norteamericanas, asignó a nuestra región la tarea de seguir proveyendo materias primas no elaboradas al mercado mundial y ¡nada de competir con los países centrales con manufacturas! No se trataba de competir en industrias, se trataba de abastecer a las industrias norteamericanas y europeas. Así, Brasil, de exportar maquinarias y bienes de capital, pasa a ser primer exportador de jugo de naranjas y soja; Argentina, de ser exportador de automotores y elaborado metal mecánicos, pasa a ser tercer exportador mundial de soja; Uruguay sigue con la lana; Chile pasa (del cobre) a las uvas y los duraznos, y los paraguayitos debemos conformamos con exportar un poco de algodón solo desmotado y soja en granos.

En este modelo, los campesinos molestan: la tierra debe estar destinada a la producción de commodities por la agricultura capitalista mecanizada y el resto de ella debe estar en poder de los ganaderos y de las multinacionales. El recurso tierra es muy valioso para que esté en manos de los pobres. En la tierra hay productos exportables, hay biodiversidad, hay agua, puede haber petróleo, piedras preciosas, oro, bosques maderables. Además, los campesinos producen buena parte de sus propios alimentos y no son buenos consumidores. No van a las cadenas de supermercados controladas por multinacionales y evitan comer la comida basura enlatada que allí se exhibe.

En este contexto histórico y regional se ubican los conflictos por la tierra en nuestro país. Vivimos la etapa de la descampesinización del campesinado. La “economía-mundo”, como dice Wallerstein, debe desarrollarse, no las economías nacionales. Las que se desarrollan son las empresas multinacionales, no los países, estos deben hacer lo que aquellas quieren. ¿O cree Ud. que es por otro motivo que el ministro A. Ibáñez va a sacar un decreto “legalizando” la soja transgénica de la Monsanto?

En suma, a los campesinos les está ocurriendo lo que a los indígenas hace cien años. Deben desaparecer del campo, por compra de sus tierras, por alquiler, por fumigaciones o por represión de la FOPE. Lo que los campesinos están haciendo es resistir a su propia desaparición, resistirse a la muerte como sector social.

Así como en otros tiempos fue la yerba, el tanino, las maderas preciosas, el trigo, la lana, el salitre, el cacao, para los indígenas, hoy es la soja para los campesinos. Es lo que se ve de la fuerza expulsora, es lo inmediato. Lo que no se ve es lo que hay por detrás de esos productos, de esas commodities, los intereses de los grandes conglomerados económicos protegidos por el poder político y militar de las grandes potencias, principalmente de los EE. UU.

En todo caso, el dilema del gobierno hoy es de hierro, ya que atender la demanda campesina implica necesariamente afectar intereses, o de la oligarquía terrateniente, o de las multinacionales, o ambos intereses juntos. No atender aquella demanda implica que tendrá que usar la represión a la corta o a la larga, algo a lo que hasta ahora se resistió de usar de manera masiva.

¿Soluciones “civilizadas”? Hay muchas, pero todas tienen un costo político que no cualquier gobernante está dispuesto a pagar. Últimamente, la prensa ha venido difundiendo algunas pistas, como la de crear un impuesto a propiedades mayores, impuestos a las exportaciones, impuesto a la no producción (u ociosidad de la tierra), puesta en práctica de una ley de aparcería, y otras ya más estúpidas y dañinas para el campesinado como las expuestas por el peruano de Soto.

Todas estas iniciativas pueden estar bien según cómo se usen y en qué contextos. Toda medida es un instrumento y como tal puede estar mal o bien aplicado. Lo que es claro es que el problema es explosivo y el meollo del mismo radica en la tenencia, en el régimen de tenencia de la tierra. También es claro que deberán combinarse y aplicarse simultáneamente varios instrumentos de política para poder encarar el problema con algún viso de solución. Esto es, el problema de la descampesinización es de otra índole, es económico, pero la justificación “legal” de la expulsión es legal. Los dueños de la tierra en el Paraguay nunca han querido sanear la tenencia, nunca han querido un catastro, y de hecho lo han boicoteado y se desviaron algo más de 29 millones de dólares que a mediados de la década pasada llegó para tal propósito. Ellos son los pescadores y el régimen y registro de tenencia de la tierra es el río revuelto. Ellos ganan. Cuanta más inseguridad en la tenencia del pequeño productor sobre su parcela, más fácil es justificar su expulsión por medios violentos.

Por ahora, los malos de esta historia son los sojeros, pero a ellos no les irá mejor cuando caigan en la cuenta de lo mucho que han debido endeudarse para “preparar” los suelos (o sea, desmontar), para comprar maquinarias, para comprar insumos, para pagar fletes, para coimear a autoridades, para pagar los nuevos impuestos a punto de crearse, para pagar las regalías a la Monsanto. Cuando los vencimientos bancarios lleguen y el precio internacional de la soja no supere los 200 dólares la tonelada, entonces ellos deberán poner sus tierras a remate (o se suicidarán, como ya lo han hecho varios en Alto Paraná) y se comprarán un elegante chalet en alguna ciudad. Para ese entonces, la tierra ya será de las grandes empresas. Una parte de ese ciclo histórico de despojo que empezó con los aborígenes, estará concluido.

Así como los pueblos indígenas se han prácticamente extinguido como tales, conviene que los políticos reflexionen si se hará lo mimo con los campesinos, y sobre todo, qué implicará eso para la sociedad en su conjunto. Un estado social de derecho, como quieren los que hicieron la Constitución, supone la supeditación del interés y la propiedad privada, a la función social que cumple la tierra.

Probablemente, esos papeles que forman tal carta magna, sean como cualquier otro: canjeables por plata.

Compartir: